Hay partituras que se graban en la mente
desde la primera escucha. No por un
golpe de efecto ni por un gesto teatral:
sucede porque revelan una coherencia
interior, una lógica secreta en la que
forma, palabra y sonido encuentran una
unidad inmediata. La
Misa de Difuntos para las honras de Luis
I de José de Torres pertenece a
esta categoría rara. Es una música que
se presenta ante el oyente sin
forzamientos, con una naturalidad que
sorprende por su mesura y exactitud:
ningún exceso, ninguna retórica
superflua, ninguna complacencia. Solo el
rigor sobrio de una tradición litúrgica
que conoce la gravedad del acto para el
que ha sido escrita.
El marco histórico es esencial.
Luis I de España, primer Borbón nacido
en territorio ibérico, reinó pocos meses
en 1724 antes de morir a los diecisiete
años. Las exequias de Estado, celebradas
en la Real Capilla de Madrid, exigieron
una liturgia completa, solemne, en la
que se reflejaban tanto la continuidad
de la tradición española como las
exigencias ceremoniales de la nueva
dinastía.
La grabación publicada por Château de
Versailles Spectacles reconstruye con
rigor esta arquitectura: se abre con la
Sinfonía en sol menor de José de
Nebra en el arreglo orquestal realizado
por Alberto Miguélez Rouco, prosigue con
la Misa de Torres en sus secciones
canónicas — Introitus, Kyrie, Sequentia,
Offertorium, Sanctus, Agnus Dei,
Communio — integradas con los versos de
órgano de tradición madrileña, y
concluye con la
Prosa de Difuntos a 8 de Francisco
Corselli, que completa el recorrido
litúrgico con su secuencia, desde el
Dies irae hasta el
Pie Jesu.
De este modo nace un arco unitario,
coherente, que refleja la estructura de
una celebración fúnebre real sin
concesiones modernizadoras ni
reconstrucciones arbitrarias.
La
dirección de Alberto Miguélez Rouco
resulta ejemplar por su claridad. Nada
se empuja más allá de lo que exige la
propia escritura: los tempi se mantienen
disciplinados, la palabra latina
conserva una articulación natural y la
relación entre voces e instrumentos se
mide con una atención constante. El
conjunto Los Elementos se adhiere al
proyecto con una sobriedad admirable: el
continuo es firme sin llegar nunca a
estorbar, las líneas instrumentales
emergen con nitidez pero sin colorido
superfluo, y la densidad
contrapuntística se trata con
transparencia.
El coro — el Chœur de l’Opéra Royal — y
las jóvenes voces de las Pages del
Centre de Musique Baroque de Versailles
contribuyen a definir un sonido compacto,
controlado, desprovisto de
monumentalismos fuera de lugar. Todo se
orienta hacia una idea de equilibrio que
deja hablar a la forma, no al gesto
interpretativo.
Los versos de órgano de Nebra desempeñan
su función estructural con sobriedad: no
son concesiones virtuosísticas, sino
verdaderos puntos de inflexión que
marcan el tiempo ritual y dan respiro al
conjunto, separando y uniendo al mismo
tiempo las grandes secciones de la Misa.
El
grupo vocal solista — Emmanuelle de
Negri, Judit Subirana, Jacob Lawrence,
Lisandro Abadie, con la participación
del propio Rouco — se integra en este
marco con naturalidad.
De Negri ofrece una línea tersa y
luminosa, perfectamente controlada en
las emisiones agudas e impecable en la
dicción, tanto en el Introitus como en
los momentos más expuestos del Kyrie.
Subirana aporta un timbre denso y cálido,
con un fraseo regular y un control del
aire que da solidez a los pasajes más
centrales de la Sequentia.
Lawrence mantiene una emisión recta,
sobria, que se presta bien a los juegos
imitativos y a la claridad del diseño
polifónico.
Abadie confiere profundidad sin cargar
nunca la tesitura, ofreciendo un
fundamento estable que contribuye a la
mesura de todo el conjunto.
Cuando Rouco interviene como voz, lo
hace con la misma discreción con la que
dirige: se inserta en la trama sin
buscar jamás una prominencia artificial,
confirmando la idea de un enfoque
colectivo y no centrado en la figura del
director-solista.
El trabajo del coro se hace
particularmente evidente en el
tratamiento de las dinámicas: los
episodios más tensos, como el
Rex tremendae o el
Liber scriptus, evitan cualquier
tentación de dramatización y se
mantienen en una perspectiva litúrgica,
como si el sonido naciera de una
exigencia funcional y no interpretativa.
La
Prosa de Difuntos a 8 de Francisco
Corselli, con su sucesión de episodios
breves y contrastados, encuentra aquí
una lectura de gran lucidez. En los
pasajes imitativos cada línea resulta
reconocible sin aislarse, mientras que
en las secciones más homorrítmicas
emerge un sentido de gravedad nunca
ostentoso. El
Lacrimosa mantiene una compostura
que evita el sentimentalismo, y el
Pie Jesu final cierra todo el
recorrido con una calma límpida,
desprovista de cualquier búsqueda de
efecto. Es un momento de suspensión que
no relaja la tensión, sino que la
devuelve a su dimensión esencial.
Esta grabación no busca atajos ni
construye una versión “moderna” de la
liturgia: se limita a hacer resonar, con
disciplina e inteligencia, la música tal
y como la concibió la función ritual. Es
un trabajo que aspira a la verdad
interna de la partitura, respetando la
estructura, la mesura y la sobriedad que
exigen Torres, Nebra y Corselli. Rouco
guía al oyente dentro de un orden sonoro
nítido, sin superponer retórica, sin
deformar, sin amplificar lo que no
necesita ser amplificado. De ello nace
un documento de gran valor, que
restituye con dignidad, equilibrio y una
luz disciplinada un repertorio aún poco
frecuentado y que permanece en la
memoria sin necesidad de imponerse por
encima de la forma.
Una grabación que no intenta imponerse:
basta escucharla para que quede,
precisamente, grabada.